Pensé titular este artículo como “El
Motril que fue”, pero al final decidí llamarlo “Motril, la ciudad
invisible” al modo de la obra homónima de Italo Calvino en la que el protagonista
llega a la ciudad soñada y nos enseña que los deseos son ya fundamentalmente
recuerdos.
Y es que las ciudades viven en nosotros como los amores, son lo que fueron y lo
que quisimos que fueran. Como en el amor, las construimos con el afecto y
parecen borrarse a veces del recuerdo, pero reaparecen casi siempre en el acto
involuntario de la memoria. Preferimos verlas como las amamos y no como nos las
cambiaron en el transcurso del tiempo.
Aunque sufran metamorfosis, son casi siempre lo que fueron en los recuerdos de
la infancia; aunque crezcan o se degraden, siguen ahí perennes en nuestra mente
como una topografía inmune a las variaciones impuestas por el tiempo y por los
hombres. Una ciudad es en principio el espacio de la infancia, de los amores,
de la amistad, de la familia. Topografía y arquitectura se vincularan así
siempre al universo afectivo de los hombres y la ciudad, nuestro Motril,
acabará convirtiéndose en una “fundación mitológica”, es decir en un espacio
sin tiempo.
En nuestra memoria, la ciudad en la que hace años vivimos y amamos no existe ya
bajo la engañosa idea del progreso. Al resistirnos a ver Motril como lo que ha
llegado a ser, congelamos su imagen en una foto fija que nos habla de lo que
fue. Objeto de nostalgias, nuestra ciudad deja de ser una topografía urbana
para convertirse en una topografía afectiva y emocional. Ciudad
antigua, ciudad moderna, ambas son refundidas por la memoria para obtener
nuestra propia imagen subjetiva.
Pero ese grueso álbum de fotografías mentales que nos enfrenta al Motril en el
que vivimos a través del tiempo, nos enfrenta también a las ficciones de
nuestra memoria, que nunca se corresponden con un mapa real. Recordamos sin
duda lo que deseamos recordar y precisamente por ello las ciudades recordadas son
sometidas por nuestra mente a quiméricos recuerdos, a una poética que la
memoria iconográfica reconstruye con el deseo y la añoranza.
La vista se
pasea entonces por el tiempo y asiste impasible a las metamorfosis de un
paisaje que desmiente la memoria. Podríamos identificar los lugares, reemplazar
alguna casa solariega por otra más moderna, construirle edificaciones a
terrenos antes de cultivo; podríamos, por lo tanto, poner en funcionamiento el
dispositivo de la memoria, haciendo un poco igual a lo que nos sucede con esos
álbumes de fotos familiares, donde algunas de las personas que aparecen en
antiguas fotos nos son desconocidas pero a quienes siempre les buscamos rasgos
físicos que nos lleven a encontrar parentescos.
Allí, en aquella casa ya desaparecida tuvimos nuestros juegos infantiles, allá
en aquella calle hoy tan distinta experimentamos la amistad, en aquel callejón
oscuro sentimos el miedo y aquel camino que conducía a la vega es hoy calle
asfaltada.
Los jóvenes de mayo del 68
escribieron en los muros de la facultad de Arquitectura de la Universidad de
Paris que los arquitectos eran los urbanistas de la segregación social.
Ciudades como el Motril que recordamos con un tejido de convivencia poco
intrincado, dejan de tenerlo cuando se convierten en monstruos diseñados en
compartimientos estancos: una clase no se comunica con la otra, se autoprotege
y crea sus propias fronteras. Se diseña así esa forma de segregación social que
convierte a las ciudades de hoy en identidades separadas e intercomunicadas.
Para las nuevas generaciones la placeta del barrio es un aparcamiento de
coches, el antiguo campo de fútbol una urbanización, la casa del amigo un
bloque de pisos. La vieja relación personal se convierte en una relación
virtual. La calle no es ya el lugar de encuentro y juegos, es apenas un
transito hacia el hogar.
A medida que las ciudades crecen aíslan al hombre y lo condenan a seguir
viendo por los resquicios de su memoria a la ciudad que vivieron, que ya no
viven, sino que habitualmente padecen. No extraña que las enfermedades del
alma, sean por lo general enfermedades urbanas. No extraña tampoco que sea en
el laboratorio de las actuales ciudades donde el hombre empieza a perder gran
parte de su inocencia.
Si seguimos
hojeando mentalmente ese abultado álbum de fotografías motrileñas del pasado
almacenado en nuestra memoria, cada una de las imágenes rememoradas se
convierten en ejercicio de la evocación, ya que cuando desparecen los
referentes de la topografía urbana almacenada en nuestro cerebro, debemos
imaginar lo que fue. Y lo que fue choca y contrasta con lo que hoy es.
Los años de mi infancia en Motril tienen algunas fotos fijas e incanjeables: la
calle de las Cañas, la calle de las Monjas, la Esparraguera, la placeta Casado,
las ramblas del Manjón y Cenador, la placeta de Falange, plaza de la Victoria
por el Colegio de los Frailes o el paseo de Las Explanadas.
Un Motril en el que la noche empezaba mucho más pronto que hoy. Y precisamente
en la noche de la memoria surge el recuerdo vago del abuelo que, socarrón como
los viejos motrileños, hablaba de una ciudad en cuyos portales amarraban las
bestias. Ya no amarran las bestias frente a las puertas de las casas y el
abuelo venia de esa Arcadia, de ese Motril del siglo XIX y se
sorprendía ante la evidencia del nuevo tejido urbano. Para aquel hombre, la
ciudad no era ya lo que había sido, era la ciudad de sus hijos que un día
dejaría de ser de ellos porque empezaba a ser nuestra. Y ahora, la ciudad ya no
es, 40 años después, lo que era para quien esto escribe. Todo progreso es
indudablemente una expropiación.
Mi tío leía en
la puerta de la antigua casa familiar de la calle de las Cañas el viejo Faro de
los años 60, pero ese periódico ya no existe, duerme amarillento en las
hemerotecas, ni nadie se sienta ya a la puerta de ninguna de las casas de la
calle donde vivíamos. Mis tías proponían ir a San Antonio, pero el transito
hasta allí de ahora ya no es apacible sino tortuoso por el denso trafico. El
tío abuelo contaba sus hazañas en la guerra de Marruecos, pero ya hace mucho
que murió y la casa donde vivía ya no es una casa sino un edificio de
apartamentos. La nueva imagen de la ciudad modifica la estampa de la memoria.
Las brisas de
los atardeceres veraniegos soplaban en un paseo de las Explanadas libre de
grandes edificios y podían llevarnos a las Angustias o a San Nicolás casi en un
recorrido a campo a través, pero esa topografía ya no figura en el nuevo
trazado urbanístico.
No solo se
vive a la búsqueda del tiempo perdido como en el gran libro de Marcel Proust,
también se vive a la búsqueda de la ciudad sepultada entre los materiales de
derribo del progreso. Ha desaparecido la ciudad de nuestra infancia y juventud.
Es preciso, es necesario reconstruirla para que tenga sentido parte de nuestra
existencia.
Y en una nueva ceremonia del
lenguaje y de la memoria nos decimos: allí estaba el lugar desaparecido y sin
embargo evocado, porque lo que se evoca con el lugar es alguna experiencia
vivida. Decimos cada vez con más frecuencia que en esta calle estuvo la casa de
la Inquisición, en esta otra los Hospitalicos, en esta plaza el Motril Cinema y
allí la ermita de San Sebastián a la salida de Motril.
La historia de
toda ciudad es una historia de superposiciones. Si fuera no así, todas las
ciudades serian radicalmente antiguas o radicalmente modernas.
Y de verdad
que no hay ceremonia más cruel que la de reconstruir la fisonomía de las
ciudades que fueron haciéndose diferentes en su crecimiento. En esa crueldad
siempre habita una protesta, acaso romántica, acaso nostálgica: nos resistirnos
a que las cosas cambien. Pero indudablemente cambian, pese al empecinamiento de
nuestra memoria afectiva. Lo terrible no es que cambien sino que los cambios
significan muchas veces las expulsión del hombre y si no del hombre si de la
escala humana. Motril de los años 60 y 70. La plaza de las
Palmeras y sus puestos de melones y sandias, la plaza de la Aurora y su fuente,
la Casita de Papel, el Rin Bar, el Costa Nevada, el Centro
Cultural Recreativo…. Topografía reconocible aun un poco hoy y no obstante tan
distinta. Ni siquiera los viejos burdeles están donde estuvieron y algunos de
los familiares, amigos y conocidos cometieron la injusticia de morirse sin
advertirnos a tiempo. Con ellos se fue algún fragmento de nuestra ciudad.
La crítica al
urbanismo es demasiado fría, nada nos dice del alma ciudadana, solo la
literatura en todas sus formas, nos seguirá hablando de ese alma que habitó en
ese Motril desaparecido, que como toda ciudad tuvo esa remota Arcadia
inicial trazada a escala humana. Y no es que todo el tiempo pasado haya sido
mejor pero si que resulta que el pasado es el tiempo de la memoria y el hombre
es ante todo un animal de memoria.
La literatura pasa a ser entonces el registro mayor de la
historia de las ciudades. ¿Como era el Motril de principios de siglo XX? ¿Cómo
el de mediados de los años 60? Hay que leer a los autores locales, buscando en
ellos la ciudad que la historia y los historiadores pueden haber cartografiado
insuficientemente con sus jerarquías políticas, sociales y económicas. Ciudades
revisitadas por la memoria literaria, esas son las que permanecen. ¿Donde, en
que libros está el Motril de mi infancia y adolescencia? En las obras de Paco
Pérez, los relatos de Joaquín Pérez Prados, la poesía de Jesús Cabezas y Paco
Ayudarte. Motril con ese concepto que siempre tiene de ciudad nueva apenas
registra una memoria urbana de tres o cuatro décadas. Hacia atrás es ya Arcadia.
Muchos
podríamos lamentar que nuestro Motril haya cambiando tanto en tan escasos años.
Lamento sin duda de nostálgicos: nunca la ciudad volverá a ser la que ha sido
en nuestra memoria de la infancia. En todo crecimiento urbano hay siempre un
disparate, en toda metamorfosis un crimen horrendo. Pero las ciudades se
acomodan siempre al espíritu de cada época. Podríamos incluso lamentar que la
usura decida más que la voluntad armónica, que la especulación determine su
crecimiento, lamentar incluso que la soledad se pueda cernir sobre estas nuevas
ciudades. Pero en fin, todo lamento, cuando se mira hacia atrás en el tiempo,
es una expresión de la nostalgia de un Motril invisible, de un Motril
desaparecido.