LOS PRIMEROS CEMENTERIOS MOTRILEÑOS DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX



La convivencia con los muertos fue habitual hasta mediados del siglo XVIII cuando comenzaron los primeros signos de incomodidad ante el uso compartido del suelo entre los vivos y  los muertos. Esa cercanía a la que se habían acostumbrado a lo largo de los siglos, y a la que estaban familiarizados, comenzó a romperse por diversos rumores de todo tipo, desde ruidos bajo las lápidas a enfermedades contagiadas tras visitar alguna iglesia. Todos estos rumores fueron objeto de estudio de ilustrados y médicos del siglo XVIII que consideraron que existía “una relación entre el ruido y las tumbas, las emanaciones de los cementerios y la peste”.
Además, comenzó a relacionarse el cementerio como vestíbulo del infierno, a pesar de tratarse de suelo consagrado y que sus tumbas estuviesen defendidas ante el mal, en sus alrededores podrían actuar tanto el demonio como las brujas. Así que la peste, el diablo y el cementerio se convirtieron en los tres vértices de un triángulo de influencias recíprocas.
El siglo XVIII será el siglo de higienistas y racionales, y se denunciará la insalubridad de los cementerios prohibiendo definitivamente enterrar en el interior de las iglesias por considerarlo causa de epidemias. Según alguna de estas teorías ilustradas, el aire infectado traspasaba el mal a distancia corrompiendo todo lo que tenía a sus alrededores. De esta manera se volvió a instaurar la vieja separación espacial entre los vivos y los muertos, ubicándolos en las afueras de la ciudad.

Francia sería la primera en decretar la prohibición de enterramientos en las iglesias, pero España no tardó en seguirle. En 1784 Carlos III decretó el suyo a través de una Real Orden en que se prohibía severamente enterrar en las iglesias en beneficio de la salud pública restableciendo la antigua disciplina de la Iglesia en el uso de los cementerios extramuros según el ritual romano y ordenando el uso de cementerios ventilados para sepultar los cadáveres de los fieles
Tradicionalmente, en Motril, se había enterrado en los espacios de la Iglesia Mayor y de las iglesias de los conventos, manteniendo la misma estratificación social que en vida. Los nobles y ricos fueron enterrados en lugares preferentes, construyendo para ello bellísimas capillas y sepulcros, mientras que el resto de la población lo hacía bajo el pavimento de las naves, en las llamadas bóvedas, o los pobres de solemnidad en el aledaño de la Iglesia de la Encarnación, en el cementerio parroquial llamado “Panteón” o en cementerio del hospital de Santa Ana, en la actual plaza de la Tenería.
El crecimiento demográfico motrileño del siglo XVIII imposibilitó la coexistencia de vivos y muertos. Los templos estaban sobresaturados de cadáveres, había un continuo movimiento de restos, las llamadas “mondas”, para realizar nuevos enterramientos. Paralelamente, el pensamiento ilustrado empieza a interesarse por  la supervivencia del hombre en la tierra. El cadáver pasó a ser, ante todo, un posible foco de contagio que había que eliminar por razones higiénicas. Los miasmas que exhalaban  los  cuerpos  en  su  descomposición  corrompían  “la  pureza  del  aire”  y propagaban la enfermedad.


                                                     Posible portada del cementerio del Carmen


En  la  implantación  de  la  medida  se  implicaba  a  la  Iglesia y  a  los Ayuntamientos,  esperando  acuerdos  de  prelados  y  corregidores,  que  afectaban igualmente a la financiación de los nuevos recintos. Las obras debían costearse con los fondos de la Fabrica de las Iglesias con ayuda de otros fondos públicos si fuera necesario y los terrenos debían ser concejiles o de Propios.
El primer cementerio que se traslada fuera de lo poblado es el del Hospital, y se hace a un terreno por encima de la calle Cartuja en lo que hoy es la plaza Gloria Alta, que ya estaba en uso en 1752.
Motril debió adelantarse a la real orden de Carlos III para la construcción de un cementerio general en un solar junto la parte de arriba de la ermita del Carmen, zona que en esta fechas aún estaba despoblada, y que ya se usaba en 1784, puesto que en enero ese año se había desprendido un lienzo del muro que lo cerraba y era necesario su pronto arreglo, ya que quedaban muchos huesos al descubierto. Pero la construcción de este primer cementerio general fuera de la ciudad no implicó que se dejase de enterrar dentro de las iglesias, incluso la propia Junta de Fabrica de la Iglesia Mayor había elegido la llamada capilla de “Porras” para construir un nuevo enterramiento subterráneo.
En 1800 el gobernador de Motril, Jaime Moreno, escribe a la citada Junta de Fábrica pidiendo que, por motivo de la epidemia de fiebre amarilla de Cádiz, se deje de enterrar en la iglesia, ya que la tierra era muy movediza y porosa y que las tumbas existentes en la nave se tapasen con tierra, se pavimenten y revoquen con ladrillos y mezcla.
En 1802 el Arzobispado de Granada comisiona al arquitecto Miguel Cirre para que realice una ampliación del cementerio del Carmen y para ello habría que comprar una casa propiedad de marqués de Campohermoso que, tras ser derribada, serviría para ensanchar el camposanto existente. Definitivamente se dejó en de enterrar en la iglesia en 1804.
Pero para 1807 el cementerio del Carmen se había quedado en el centro del pueblo, distaba 378 metros exactamente desde la plaza de España, y se habían construido muchas casas alrededor que lo dominaban, siendo testigos sus habitantes desde las ventanas de todos los entierros que se producían y teniendo todo el vecindario un hedor que se hacia insoportable en verano, por lo que por parte de la Iglesia y el Ayuntamiento se juzgó de primera necesidad construir un nuevo lugar de enterramiento. Se tuvieron que esperar varios años para poner en funcionamiento otro ubicado en un paraje que, a juicio de los médicos, reunía todas las cualidades por su situación, distancia de la población y condiciones del terreno; eligiéndose una parcela inmediata a la ermita de Nuestra Señora de las Angustias.
Desconocemos, por ahora, si este cementerio llegó o no a tener un uso generalizado o fue algo provisional, pero si que se siguió enterrando en el viejo cementerio del Carmen hasta que la epidemia de cólera de 1833-34 impulsó la construcción de uno nuevo en unos terrenos dedicados al cultivo de la vid propiedad de la familia Cazorla, situados a algo más de un kilómetro al noreste de la ciudad y que hoy conforma nuestro Cementerio Municipal.




El cementerio del Carmen dejó de usarse en el último tercio del siglo XIX, siendo trasladados muchos de sus difuntos al nuevo camposanto y parte de sus osarios a la torre de la Vela de la Iglesia Mayor, poco tiempo después sería derribado totalmente y allanado su solar en época del alcalde Pedro Moreu.
Hasta hace poco tiempo el topónimo “Rambla del Cementerio Viejo” recordaba su existencia, pero alguien tuvo la “feliz” idea de cambiarle el nombre, quizá porque le sonaba macabro.
Desde aquí reivindicamos que se restituya el nombre por el que generaciones de motrileños conocieron la citada calle y no se produzca otro atentado más a nuestra memoria histórica patrimonial.

LOS VERDADEROS HEROES MOTRILEÑOS DE LA GUERRA DE CUBA



LOS VERDADEROS HEROES MOTRILEÑOS DE LA GUERRA DE CUBA



                                                                            Manuel Domínguez García


Se llamaba Antonio Vázquez López, motrileño, infante de marina del Ejercito Español destinado en El Caney (Cuba), moría con 25 años solo y alejado de su familia en el lazareto de la Cruz Roja del puerto de La Coruña en diciembre de 1898. Enfermo de fiebre fue embarcado en La Habana para ser repatriado a España tras la derrota, había conseguido llegar tras un durísimo viaje trasatlántico, pero no pudo más y dejó de existir sin poder llegar a su casa del popular barrio de la Esparraguera.
Como Antonio, más de trescientos jóvenes motrileños fueron reclutados para Ultramar para luchar en una guerra colonial que no era la suya. El reclutamiento se nutrió principalmente de muchachos pertenecientes a las clases más pobres de Motril que no disponían de los 300 duros necesarios para ser redimidos ni sustituidos, ni posibilidades de obtenerlos de las empresas locales o provinciales crediticias e hipotecarias que hicieron su agosto gracias al injusto sistema de quintas.
La historia del soldado español de a pie en las guerras coloniales se resume en un cúmulo de penalidades. Obligado a incorporarse a filas por ley y por su propia pobreza, fue un imán de desgracias, miserias y enfermedades durante la contienda. Con suerte lograba sobrevivir y devuelto a la Madre Patria muchas veces en lamentable estado.
A la salida de Motril para embarcarse hacia Cuba por Málaga o Cartagena la burguesía local hacia grandes manifestaciones de patriotismo y los soldados, rodeados de discursos grandilocuentes a cargo de las autoridades municipales, loas poéticas de los autores locales, misas e himnos; cabizbajos y tristes porque sabían que podrían no volver jamás, dejando, al ser brazos jóvenes en edad de trabajar, a sus familias en la miseria al privarlas de los sueldos que las alimentaban, sin ninguna compensación, ni protección económica por parte del Gobierno y para colmo de males para estas familias, si trataban de salvar al algún hijo se empeñaban para el resto de sus días en prestamos imposibles de pagar con los que se enriquecían algunos personajes locales que se dedicaban a tan suculentos negocios.
Las autoridades y las oligarquías locales, mientras hacían públicas manifestaciones de patriotismo y sobre el honor de la Patria, evitaban a sus hijos los riesgos de Cuba. Entre las relaciones de soldados motrileños no hay ninguno perteneciente a estas familias, ninguno de ellos fueron a Cuba a luchar por el honor de España tantas veces mencionado en sus discursos y en las exclusivas tertulias de casinos y círculos mercantiles.
De Motril salieron bajo el patetismo más desgarrador de las familias que veían partir a sus hijos y con las clases pudientes dando viva a España y al Ejercito, para los puertos de embarque y hacinados en vapores sucios y pequeños con un maltrato extremo de los oficiales, llegaban ya a Cuba mal vestidos, mal alimentados y enfermos y ahora les esperaba, sin defensas antes las enfermedades tropicales, el vomito negro, la disentería, el paludismo o el tifus, cuando no los machetes de los insurrectos mambises o las balas de los fusiles de repetición de las tropas norteamericanas.
Mientras estos jóvenes motrileños pasaban hambre y miserias, luchaban y morían en Cuba en nombre de nuestra Patria; la burguesía motrileña, se gastaba 5.000 pesetas en una túnica para Nuestro Padre Jesús Nazareno, 5.000 pesetas para un manto y vestido bordados de oro para Virgen de la Cabeza, 5.500 pesetas para construir una iglesia en Torrenueva y que con motivo de la colocación de la primera piedra se dio una gran fiesta para las familias mas distinguidas de Motril que costó 2500 pesetas, 3.500 pesetas para regalarle al general Hernández Velasco una espada, un fajín e insignias de oro e incluso la Cruz Roja motrileña realizó una cuestación pública para costear, en nombre de Motril, el regalo de las insignias de la Gran Cruz Laureada de San Fernando concedida por la reina al general Polavieja.
En medio de todas estas manifestaciones religiosas y festivas, el Ayuntamiento tuvo tiempo de  organizarle en 1898 un gran entierro con asistencia de todas las autoridades locales civiles, militares y eclesiásticas al soldado fallecido en La Habana y cuyo cuerpo fue repatriado Juan Jiménez López, sepelio que costó casi 1.500 pesetas, dándose la paradoja que unos meses antes, este mismo soldado, había solicitado un préstamo al Ayuntamiento de 300 pesetas para librarse de ir a Cuba, a lo que no había accedido la Corporación,  objetando que no tenían recursos económicos para ello.
Terminada la guerra, se inicia la repatriación en los barcos de la Compañía Trasatlántica propiedad del marqués de Comillas que tenía el monopolio de devolver los soldados a España. Apretados en los barcos, apenas sin comida ni bebida, mezclados sanos y enfermos, el viaje se convirtió para los soldados motrileños en una tortura de dos semanas. Barcos convertidos en cementerios flotantes, por cuyos pasajes, Comillas, cobraba al Estado español 170 pesetas por soldado repatriado, mientras que a un pasajero normal se le cobraba 70 pesetas.
Pero volvieron cantando porque ya se había acabado la pesadilla: había gente que sabía sacar beneficio hasta de las derrotas.
Cuando los soldados motrileños repatriados comenzaran a llegar poco a poco a Motril, ya no había personalidades políticas o de los negocios esperándolos para darles grandes arengas sobre la Patria, ni representantes de la Iglesia, ni bandas de música que tocaran alegres pasodobles. Algunos si que volvieron como héroes, sin combatir y sin sufrir penalidades, a esos si se les dedicaron plazas y se les pusieron placas, pero a la mayoría, a los verdaderos héroes motrileños de la Guerra de Cuba, a esos valientes que defendieron el nombre de España, no se le dieron los honores que merecían; soldados motrileños que perdieron su vidas en Cuba o Filipinas, que regresaron enfermos, lisiados con sus vidas destrozadas y que pagaron con su juventud la defensa de unos intereses espureos y que nada recibieron a cambio, ni nombres de calles, ni homenajes, ni placas conmemorativas y ni siquiera una misa.
No están todos, pero al menos intentemos recuperar la memoria de algunos de estos muchachos motrileños y rescatarlos del olvido:

Francisco Castro Campoy
Francisco Cabrera Fernández
Laureano Escabia Parra
Antonio Estévez Ruiz
Antonio Gómez Mejías
Francisco Ruiz Domínguez
Juan Amador Gómez
Juan Jiménez López
Nicolás Maldonado
Manuel López
Antonio Sánchez Illescas
Antonio Ruiz Arbós
Luis Escribano Úbeda
Antonio Sabio Herrera
Santiago Trujillo Hidalgo
Antonio Cabrera Ortiz
Francisco Díaz Cobos
José Amador Gómez
Miguel Álvarez Melero
Francisco Fernández
Antonio Vázquez López
Francisco Vadillo
Silvestre González
Juan Castillo
Lorenzo Morales Abarca
Juan López Reche
José Muñoz
José Pérez Rodríguez
Antonio Antúnez
Reynaldo Manrique
Antonio Rubiras
Gabriel Fernández
José Rodríguez
Manuel Ruiz
José López
Antonio Ruiz
Antonio Rubiños Sánchez
Manuel García López
Francisco Fernández
Francisco Olivares
Manuel Fernández
Antonio López
Francisco Noguera
Juan Pérez
Antonio Jiménez
Rafael Maldonado
Antonio Nofuentes
Francisco Valderas
Andrés Peña
Francisco Caballero
Agustín López
Francisco Moya
José Avellaneda
Rafael Sánchez
Ricardo Decó
Antonio Domínguez
Juan Hernández
José González
Pablo Hernández
Antonio Sánchez
Francisco Molina
Gabriel Cabrera
Gregorio López
Manuel Briones
Francisco Ojeda
Francisco Sasgallo Fernández
Francisco Ruiz Nadal
Francisco García
Francisco Heras
Manuel Marques
Francisco Prados
Pedro Romero
Rafael García
Francisco Ramos Montilla
José Palomares
Mariano Bono
Tomas López Juárez
Juan Martínez
Francisco Sánchez
Juan Guerrero
José González
Manuel Pérez
Juan Cortés Román
Enrique Díaz
Francisco Gentil Gerónimo
Manuel Mejías López
Teodoro Rodríguez Navas
Francisco Rubiños Tite



Finalmente todos estos desposeídos de la guerra y sus familias, tuvieron el triste privilegio de poder dirigirse a la Reina Regente y a su hijo Alfonso XIII, suplicando que se les concediera algún donativo para paliar sus desesperadas situaciones. Sin embargo, la posibilidad de pedir no conlleva la de recibir. La Corona concedió generosamente soluciones económicas a los jefes y oficiales militares, a sus huérfanos y viudas y prácticamente nada a los soldados rasos y a sus familias.
Vayan estas breves líneas en homenaje y en recuerdo de todos los soldados de Motril que estuvieron en Cuba y Filipinas a finales del siglo XIX.

  DATOS SOBRE EL SEXENIO REVOLUCIONARIO Y LA REPÚBLICA INDEPENDIENTE DE MOTRIL QUE NUNCA EXISTIÓ EN 1873                              ...