La notoriedad alcanzada por la Inquisición española
ha dejado en segundo plano dos realidades históricas que, desde un principio,
conviene tener en cuenta. La primera de ellas es que la Inquisición no nació
en nuestro país, siendo conocida antes en otros como Italia y Francia. La
segunda, que la
Inquisición, en su desarrollo ulterior, tampoco fue privativa
de España ni de los países católicos. Se trata de un fenómeno producto de la
intolerancia religiosa, o de la consideración de que la herejía es un mal que
conviene extirpar, que adoptó formas distintas según cuáles fueran, en cada
caso, los patrones de la ortodoxia, y también según los lugares y los tiempos.
La esencia de la actividad inquisitorial reside en la represión de los
disidentes, por lo que, junto a la religiosa, también cabría hablar
extensivamente de una Inquisición política, o de cualquier otra aplicada a
vigilar y castigar, en los diversos sectores de la actividad social, a quienes
no se ajustan al modelo de creencias y conducta previamente establecido.
Propiamente, sin embargo, hablamos de la Inquisición como
de un fenómeno que surge en el ámbito religioso para garantizar la unidad de la
fe e impedir y castigar la heterodoxia. La reputación de la Inquisición
española, muy especial, se explica por su entronque con el aparato político, es
decir, por la estatalización de la represión religiosa, por su prolongada
duración, y por coincidir además con unos tiempos en los que España fue la
primera potencia mundial o desempeñó, en todo caso, un papel de notable
influencia y poder. Tengamos en cuenta que la Inquisición aparece en España en
1478, durante el reinado de los Reyes Católicos, y es definitivamente suprimida
en 1834, cuando ya había muerto Fernando VII.
El largo brazo de la Inquisición alcanzó, también
en Motril, a un miembro de una de las familias más relevantes de nuestra
ciudad, Francisco Javier de Burgos que tenia 21 años cuando fue denunciado ante
el Tribunal del Santo Oficio de Granada por el regidor motrileño Antonio García
Alcántara el día 7 de agosto de 1802.
Por su denuncia, García Alcántara, ponía en conocimiento
de los Inquisidores que el denunciado en las tertulias y reuniones de Motril se
comportaba muy deplorablemente por no tener ningún espíritu religioso y que hacia
pública mofa de las facultades del Papa.
El Tribunal evitaba proceder con precipitación al
recibir una acusación por el lógico temor a errar en sus apreciaciones. Por
ello no solía actuar sobre la base de meros indicios sino después de haber y
reunido pruebas. Aceptada la acusación contra Burgos se procedió a completar la
prueba de testigos. Ante todo, preguntaban al propio denunciante si existían
otras personas que conociesen de los mismos hechos; si la respuesta era
positiva se les citaba para interrogarlos, en forma general, acerca de si
tenían algo que declarar en lo tocante a la fe.
El primer testigo llamado fue el también regidor
Antonio Garvayo, que declaró bajo juramento que el acusado afirmaba que las
bulas de la Santa Cruzada, indulgencias, la bula de carne en
dispensa de comer de vigilia en Cuaresma, así como las dispensas de los
matrimonios, votos, etc., el Papa daba todo esto por dinero y no por cuestiones
de fe. Aborrecía a los sacerdotes a los que llamaba “Polillas del Estado”
porque disfrutaban de muchas rentas cuando solo debían tener las justas para
mantenerse y que frailes y sacerdotes tenían controlado al rey para que este
mantuviese sus crecidas rentas.
Garvayo declaró, además, que Burgos
decía, a todos los que querían escucharle, que los religiosos eran bergantes y
especialmente las ordenes de frailes mendicantes que mantenían a mucho bribón
que de otra manera podrían ser útiles al Estado. Aborrecía al Santo Tribunal
porque castigaba al quemadero al que no sigue la Religión Católica,
siendo el hombre libre y que por lo tanto no debía ser obligado a seguir una
determinada religión hasta que no tuviese uso de razón.
El fiscal llamó a otro testigo, en
este caso al alférez de la Compañía de Caballería de la Costa José Mendicuti.
Este testigo declaró que oyó decir a Burgos que los sacerdotes en cuanto se
ordenan tomaban pasaporte para ser malos y que eran muy pocos los clérigos honrados
porque sus muchas rentas les daban margen para ello y que creía que serían mas útil
al Estado disminuir las rentas de los clérigos que cargar las contribuciones
sobre los labradores.
Burgos decía, también según Mendicuti,
que había muchos religiosos y muchas ordenes y que en ellas entraban los clérigos
no por el servicio a Dios sino por asegurarse su subsistencia y quitarse del
trabajo y que la mayor parte de los religiosos estaban amancebados. Por todo
esto, decía Francisco Javier, que su padre había querido que él fuese clérigo,
pero que viendo todo esto, se negó.
Otro de los testigos Diego de Mena,
capitán de Caballería, ratificó lo que Burgos expresaba sobre las bulas y de
las indulgencia, que los clérigos no declaraban las muchas rentas que tenían y
que solo servían para seducir y mantener mujeres y que los religiosos eran unos
bergantes que andaban de casa en casa de los vecinos de pueblos y ciudades,
queriendo mandar en ellas.
Otro vecino de Motril, Antonio Fonseca, oyó decir al
acusado que el Padre General de los Franciscanos estaba en la Corte sin ir nunca a su
Arzobispado y que hacia lo que le daba
la gana gracias a que le daba 200.000 reales mensuales a la reina.
Fernando Fonseca, canónigo de la Iglesia Mayor,
testificaba que, entre otras cosas, Francisco Javier aseveraba que las rentas y
las cuantiosas propiedades de la
Iglesia, podrían usarse para cubrir la deuda nacional y que
al secularizarlas rendirían mucho más al pasar a manos de propietarios
privados.
Los otros dos testigos presentados, María del Carmen
Fonseca y Teresa Escamilla, fueron algo más suaves con Burgos, únicamente
dijeron que el denunciado proclamaba que detestaba a la Inquisición y que las
haciendas eclesiásticas podrían ayudar a cubrir las necesidades de la Nación.
Terminada la fase testifical, el fiscal dijo que todos
los testigos eran personas de crédito por su buenas costumbres y que el reo,
que en esa época era colegial del Colegio de San Cecilio de Granada, se portaba
con el mayor honor y su vida y costumbres eran buenas, ni había tenido nunca
escándalos y asistía a misa y a otros actos de piedad y pidió al Tribunal que
compareciese para ser interrogado Gregorio Ruiz de Castro, motrileño Auditor de
Marina. Tras ser preguntado declaró que nunca había oído decir nada a Burgos y
que si había dicho alguna vez algo, era porque era muy orgulloso y a veces
presumía.
En este estado de cosas, se presentó ante el
Tribunal Juan Antonio Bellido, cura
párroco de Motril, explicando que el reo se hallaba muy arrepentido y lo que
había afirmado se debía a la lectura de libros de impiedad y el mal ejemplo de
los libertinos.
El Tribunal pidió la comparecencia del reo y tras ser
interrogado dijo que leía libros prohibidos de Voltaire, Rousseau, Volney, Du
Point de Nemours, Helvecio y otros filósofos modernos. No se acordaba de las
personas que se los dieron, por tener sólo amistad con ellos en teatros y
cafés, sólo recordaba a un amigo francés llamado Domingo de Cassaiguard, un tal
Moreno y otro nombrado Gregorio que era de Almendralejo.
Con esto terminaba la fase de proceso y el fallo del
Tribunal de Santo Oficio no se hizo esperar y por el cual daban al párroco de
Motril facultad para que absolviese a Francisco Javier de Burgos de los pecados
cometidos, dejando a su arbitrio la imposición de las penitencias convenientes.
Se concluía, así, el proceso inquisitorial contra el que
después sería uno de los afrancesados más destacados y primer ministro de
Fomento en el reinado liberal de Isabel II.
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